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UN MERCADO DE OCASIÓN Y MILES DE MUNDOS EN LA ENTREPIERNA DE UNA MUJER

28 Sep

Plaza de Catalunya, esquina Portal del Ángel. Barcelona (aunque podría haber ocurrido en cualquier punto de este sorprendente país).

El mundo al revés, o yo boca abajo. Se ha instalado un nuevo mercado de trastos y otras cosas de ocasión. Una parada promete zapatos para todos. Otra, ofrece mosaicos y vidrieras. Hay un vitral de la Virgen adorando al niño junto a otro más llamativo de Homer Simpson y su hijo Bart. La caseta contigua ofrece zuecos, de todos los colores y formas posibles, todos supuestamente artesanos. Los hay del Barça, del Madrid y del Milán; también descuellan unos zuecos con la imagen del Cristo de Dalí, otros con la Sagrada Familia totalmente construida… No sé si rezar, escupir, maldecir, enamorarme o comer un sándwich…  No sé, la cuestión es sentir algo en el estómago y en el alma que distraigan mi rabiosa mirada y mi colérico pensamiento.

Un universo de romanticismo industrial, hojalata, óxido, obras de diversa y dudosa factura y texturas de todo tipo se abre ante mí, de improviso. Sigo buscando entre miles de objetos, unos más que otros absurdos. Es una experiencia cuasi surrealista que no tenía anotada en mi agenda. Veo cosas nuevas y viejas, lindas y feas, horrorosamente feas. Una señora me ofrece una cartera, o unas gafas, o un juego de pañuelos, o unos calcetines, o unos calzoncillos… tiene de todo y lo que no tiene, promete conseguirlo en un pispás. 

Ahora que recuerdo, necesito un adaptador para enchufar el cargador de mi ordenador. Lo encuentro. Ojeo el producto. Parece original, nuevo. ¡Maldita sea!, “made in Taiwan”. El vendedor me atiende con un evidente ánimo comercial, no exento de un punto de ironía.

            – Este adaptador es universal, te va a funcionar con todo!.

Y le replico:- ¿Me adaptaré al mundo sólo con esto? El vendedor asiente. Creo que me convencería de que tiene un teléfono para hablar con Dios y lograría vendérmelo con tal de ganar unos euros. ¡Vaya con el pequeño trasto, lo que es capaz de lograr!, pienso. Pago entre sonrisas y sigo paseando por el bizarro mundo que allí se ha montado. 

En una parada, una mujer de personalidad y físico estirados, de unos cincuenta años,  emperifollada y emperejilada con sus mejores oropeles, como si fuera a misa de domingo, ojea una mano de cerámica azul para guardar sus anillos, luego un cenicero en forma de cangrejo para las colillas de los cigarrillos que, posiblemente, no fuma, y más tarde un espejo de estilo mejicano para peinar sus cabellos entre lilas y canosos. La vendedora, muy salerosa ella, le intenta colocar también una copa de cristal presuntamente de Bohemia y un vestido de noche con un toque de ola francesa de Cristiano Di-Or. También le podría ofrecer un sofá azul turquesa para sus siestas, una butaca aterciopelada para sus lecturas, una silla Emmanuelle para sus momentos más sensuales, una olla rota, quizás para que no cocine más sus recetas de compota y sirva de adorno en su alacena de su horriblemente decorado comedor de estilo modernista. De la parada también cuelga una cabeza de asno, quizás para alejar los espantos. 

A su lado, en otra parada de venta de camisetas xerografiadas, me llama la atención una joven de piel pálida mal disimulada con al menos siete capas de maquillaje, quizás para que no le queme el sol, pelo teñido hasta la confusión y etiópicamente anoréxica. Más que la chica lo que me llama la atención es su camiseta, de un amarillo limón con un lema en grandes letras negras que vende: “las putas insistimos que los políticos no son hijos nuestros”.

Le pregunto si tiene camisetas con lemas como «Yo odio a Belén Esteban» o «Yo también quiero ser el juez Garzón». No, no tiene. Me ofrece, en cambio, otras con mensajes más o menos originales, más o menos acertados, algunos grouchonianos, siempre reivindicativos: «La esclavitud no se abolió; se cambió a 8 horas diarias». «Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos». «No te tomes la vida en serio; no saldrás vivo de ella». «El alcohol y la maría producen amnesia y otras cosas que no recuerdo». «Hay un mundo mejor, pero es carísimo». «Tengo el cerebro comunicado con el culo. Cada vez que pienso la cago». «Soy vegetariana por eso fumo marihuana». «Mi libertad es infinita y la libertad de los otros comienza donde acaba la mía».«Bienaventurados los borrachos, porque verán a Dios dos veces…». Las tiene en rojo con letras blancas, en blanco con letras rojas, en negro con letras anaranjadas, en naranja con letras negras y una A circulada… todas a diez euros la pieza.

Su causa –me cuenta-, la anarquía, total y absoluta. Me intenta colocar una de sus camisetas mientras tararea una canción que habla de un mundo donde hay caras extrañas, de una belleza un poco despojada, de pieles de ébano de padres indígenas y ojos esmeralda.

Con un acento salpicado de italiano, español y lenguaje 0kupa, me dice que todo es una porquería y que si compra una de sus camisetas, a diez euros la pieza, el mundo será menos puerco y estaré comprando un pedazo de anarquía.

Me marcho a la francesa. « ¡Otro día será, guapa!». «¡Vaffanculo!», murmura. « ¡Ya estoy jodido!», replico.

Encuentro por fin la parada que buscaba. El mundo al revés, o yo boca abajo. Vas tú o voy yo, le digo a mi sombra. ¡Uno de los dos podía ahorrárselo!, contesta. Una caterva de mujeres de distintos aspectos y edades atesta la parada. Están como locas revolviendo ropa. El desconcierto crece y adensa, como un carnaval de pasiones desatadas. Dos muchachitas quinceañeras se sonríen. Al parecer, han encontrado lo que buscaba. Una le muestra una sonrisa de conejo, mostrando tímidamente los incisivos. La otra le responde con una sonrisa de perro, poniendo al descubierto los caninos. Una tercera se las mira y patalea de una manera muy cómica al no encontrar lo que busca. Tras la parada, una mujer oronda y dicharachera pregona con berreos sus ofertas. «¡Reina!, es tela de la buena, del mismísimo Domínguez!», grita a una mujer con un top en las manos y que no acaba de decidirse. La potencial compradora le replica que va de farol. La vendedora le dice ¿quién, yo?. Se entabla entre ambas la misma conversación que tendrían un cangrejo y un alacrán. «¡Digo yo!.  ¡Digo sí!.  ¡Digo no!. Digo ¡Ah!». No acaban de ponerse de acuerdo. 

Todas las mujeres allí apostadas son como pequeñas hormigas de brea. Se mueven de arriba abajo, de izquierda a derecha como si fueran a ahogarse en una gota de agua. Nerviosas, con prisas, estorbándose las unas a las otras para llegar primero a ninguna parte. Hormigas obreras, una ínfima parte de la ínfima parte, que se creen parte entera. Sin rumbo y sin fin, perdiendo el sentido común de la existencia, abrazando el sentido individual de la disconformidad. Hormigas sin hormiguero, sin propósito cierto y sin reina.

Yo, solo con mi soledad, frente a ellas, locas de atas,  me siento como un extraño en un cuento de lobos, bandoleros y contrabandistas. Quizás deba comprar un manual de cómo encajar en la ciudad. Sospecho que me he vuelto cómodamente insensible, un año más, un año menos, a mitad de camino de casi todo, como un San Bernardo, que se lo traga todo mientras la estupidez se reproduce como las hormigas y un montón de chorizos, hijos e hijas de una sociedad chopped, pregonan ofertas de cantamañanas.

Entre sus locas e inquietas cabecitas emerge un cartel que, por lo visto, sólo llama mi atención. ¡Me siento un bicho raro!: «por la compra de tres bragas, regalamos un libro», reza el anuncio.

«¡Que caigan rayos, truenos y centellas!». Observo con el rostro cuarteado, la mente escindida, la palabra acartonada, el pensamiento coagulado. Azorín, Machado, Unamuno, Lorca, García Márquez, Cela, Gala, Marsé… ¡por Dios!, Borges, Neruda, Whitman, Dickens… por unas bragas. No puedo, ni quiero imaginar, en la entrepierna de una mujer todos los campos de Castilla, toda la crónica de una muerte anunciada, ni todas las putas tristes, ni toda la casa de Bernarda Alba, ni todo el manuscrito carmesí, ni los veinte poemas de amor y una canción desesperada, ni a Pascual Duarte y toda su familia, o a  Oliver Twist, a Pepe Carvalho, o al Pijoaparte… Miles de mundos en unas bragas».

Agoto todas las posibilidades de experimentar los cientos de estados de ánimo que podía manifestar y luego quiero romper a llorar. Solo parezco un hombre desesperado y el resto, un cuento chino. Siento que doy asco. Dios me desafía, me llama estúpido y debo responderle. Entrego la crónica y me voy a la francesa. Hoy como ayer, mañana, posiblemente, como hoy.

Fragmento de «La Biblia 2.0. Tomando un gin tonic con Dios»

Con música, con mucho gusto. Phill Collins – One More Night

 

 

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